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La Cátedra UNESCO de Alimentaciones del Mundo ha traducido al español algunas publicaciones :
Autores :
– Nicole Darmon, INRAE, UMR MoISA, Montpellier, Francia
– Romane Poinsot, MS-Nutrition, Marsella, Francia
– Florent Vieux, MS-Nutrition, Marsella, Francia
En Francia, alrededor de 8,5 millones de niños y niñas almuerzan cada día en comedores escolares. La composición de estos menús debe ajustarse a lo dispuesto en la orden y el decreto n.º 2011-1227 de 30 de septiembre de 2011 “relativo a la calidad nutricional de los menús que se sirven en la restauración escolar”. Así, los menús que se ofrecen a los escolares deben incluir cuatro o cinco platos (entrante y/o postre, “plato proteico”, guarnición, lácteo). También se deben respetar reglas de frecuencia de servicio en función del tipo de platos. La frecuencia se calcula por cada 20 comidas consecutivas. Por su parte, los tipos de platos se definen en función de : 1) el tipo de plato en cuestión (ejemplo : entrante) ; 2) el contenido en determinadas categorías de alimentos (por ejemplo, legumbres) ; 3) el contenido en determinados nutrientes (como lípidos o calcio, por ejemplo) ; y 4) otras características como crudo/cocinado, picado/no picado, etc.
Ante las crecientes presiones que el sistema alimentario dominante ejerce sobre nuestro planeta, resulta de vital importancia tomar plena conciencia del potencial de transformación de los sistemas alimentarios urbanos y reforzar la capacidad de los actores públicos para construir soluciones sostenibles (Brand et al.,
2017). En este sentido, y a pesar de que acumulan múltiples problemas de sostenibilidad, las ciudades también acogen una diversidad de iniciativas lideradas por los ayuntamientos, el sector privado y los consumidores, todas ellas dirigidas a proponer alternativas para alimentar a las poblaciones y, de manera más general, repensar los vínculos entre ciudad, agricultura y alimentación. No obstante, la cuestión de la evaluación del impacto de estas iniciativas sobre la sostenibilidad sigue a día de hoy abierta. La evaluación es una de las claves para pensar y orientar la contribución de estas innovaciones a la transición ecológica.
La pobreza es una situación compleja que va más allá de la carencia de los recursos monetarios que un individuo necesita para satisfacer sus necesidades básicas. Se trata de un fenómeno multidimensional y puede manifestarse como la privación de las capacidades fundamentales que permiten a un individuo recibir una educación, estar bien alimentado y acceder a una vivienda en condiciones adecuadas, o incluso tener buen estado de salud, entre otros aspectos (Alkire y Foster, 2011). Si la medimos aplicando el Índice de Pobreza Multidimensional global (IPM global), que contempla las múltiples privaciones que acabamos de mencionar, 1.300 millones de personas de 101 países, es decir el 23,1% de la población de esos países, viven en situación de pobreza multidimensional aguda (OPHI y PNUD, 2019). En contraste, cuando la pobreza se mide como porcentaje de la población que vive con menos de 1,90 dólares al día, el resultado es que el 9,1% de la población mundial vive en situación de pobreza monetaria (datos del Banco Mundial de 2017).
Desde que la moneda y los intercambios mercantiles existen, el ser humano no ha dejado de preguntarse cuál es el justo precio de los bienes y servicios. Aristóteles consideraba que el justo precio era el resultado de un comercio natural que permite a una comunidad cubrir sus necesidades básicas, en oposición a un comercio cuyo fin es el enriquecimiento más allá de dichas necesidades, y que se caracterizaría por precios excesivos. Esta noción la retomaron los escolásticos, partidarios de una justicia conmutativa que exigía la igualdad en el intercambio y que ninguno de los participantes resultara ni beneficiado ni perjudicado. Una visión que refutaron los economistas contemporáneos de la revolución industrial. Así, el concepto de “utilidad marginal”, formulado en el siglo XIX, establece que el precio de mercado resulta de un equilibrio entre la utilidad del vendedor, que maximiza su beneficio para un cierto volumen de oferta, y la del comprador, que maximiza su satisfacción para un cierto nivel de demanda. Se habla, pues, de una situación mercantil óptima. En la teoría económica neoclásica, el precio es el resultado de un mecanismo automático y no de consideraciones morales. Esta es la teoría que sigue vigente a día de hoy, a pesar de las múltiples críticas a sus hipótesis restrictivas acerca del funcionamiento real de los intercambios, en particular la racionalidad limitada de los actores o los fallos del mercado. Por su parte, la investigación sobre los costes ocultos de los bienes y servicios disponibles en el mercado vuelve a poner sobre la mesa la cuestión del justo precio desde nuevos enfoques.
Ante el auge actual que viven la alimentación sostenible y el desarrollo de políticas públicas para promoverla, resulta pertinente analizar las desigualdades sociales que estructuran este consumo y sus factores determinantes. Las primeras pistas aparecen en estudios sobre consumidores de circuitos cortos y de productos ecológicos (Loisel et al., 2014 ; Agence Bio, 2021), así como en trabajos sobre las prácticas que se llevan a cabo en los hogares para proteger el medioambiente (Ginsburger, 2020). Sin embargo, no tenemos constancia de ninguna investigación que ofrezca una visión global sobre la estructuración social de las prácticas de alimentación sostenible. Este artículo aporta resultados iniciales para arrojar luz sobre este tema partiendo de un análisis innovador de los datos de la encuesta Styles de vie et environnement [Estilos de vida y medioambiente] (SVEN).
Las prácticas alimentarias sostenibles contempladas en la encuesta SVEC corresponden a la compra de productos certificados bío, de comercio justo o de un determinado origen geográfico : El 51% de los
individuos encuestados declara tener en cuenta la etiqueta de bío en sus compras, el 43% la etiqueta de comercio justo y el 66% el origen geográfico de los productos. Además, se detecta una cierta convergencia en la adopción de estas prácticas sostenibles, en la medida en que la mayoría de los individuos que tienen en cuenta la certificación de bío en sus compras también buscan la de comercio justo o se fijan en el origen geográfico de los productos, y viceversa.
En Francia, la alimentación no es uno de los ámbitos de actuación habituales del urbanismo (Brand et al., 2017), a pesar de que los comercios de proximidad, y en especial los de alimentación, contribuyen a la vida social y al dinamismo de los barrios de cualquier ciudad (Gasnier y Lemarchand, 2014). Los que parecen estar al mando de esta dinámica comercial son más bien actores privados, que suelen ser propietarios de los bienes inmuebles y los locales. Sin embargo, un análisis de la evolución de los comercios de alimentación en los diferentes sectores de Montpellier Méditerranée Métropole permite identificar una serie de palancas de acción a disposición de la administración pública para intervenir de manera directa sobre los comercios, y también indirectamente a través de la gestión de los espacios públicos y las políticas de transporte.
Cuando se planifican nuevos barrios residenciales mediante un procedimiento de zona de ordenación concertada (ZAC, por sus siglas en francés), se suelen prever locales comerciales para promover la vida de barrio (panadería, farmacia, tienda de comestibles, estanco, etc.). Sin embargo, puede resultar complicado ejercer un cierto control sobre su futuro a largo plazo y conseguir mantener los comercios de alimentación.
Desde hace algunos años, diferentes trabajos de investigación han demostrado que los hábitos alimentarios no están determinados exclusivamente por el perfil de los consumidores, sino también por su paisaje alimentario, es decir, por la configuración geográfica de la oferta alimentaria : tiendas, mercados, etc. (Vonthron et al., 2020). En Estados Unidos, estos estudios han probado que la obesidad se veía favorecida en gran medida por la falta de accesibilidad física a alimentos saludables, en particular frutas y verduras. La noción de “desiertos alimentarios” (food deserts) surge en este contexto para designar aquellos barrios en los que no es posible adquirir alimentos saludables a precios asequibles. Posteriormente, este término se ha ido utilizando cada vez más para hacer referencia a barrios en los que no hay ninguna tienda de alimentación. Como complemento, la noción de “pantano alimentario” (food swamp) alude a aquellos espacios en los que la oferta alimentaria es abundante pero se compone esencialmente de alimentos y bebidas que consumidos en cantidades elevadas son perjudiciales para la salud (productos grasos, azucarados, salados o ultraprocesados). La cuestión de la accesibilidad física a la alimentación ha ganado peso con la crisis de la Covid-19, que ha tenido como consecuencia la limitación de los desplazamientos y el confinamiento de la población. Fruto de ello, algunas personas han experimentado dificultades para abastecerse cerca de sus domicilios debido a la ausencia de tiendas en sus barrios. Por lo general, es habitual que los consumidores tomen conciencia de la realidad de su paisaje alimentario cuando realizan algún cambio en sus prácticas de abastecimiento.
Cambiar los hábitos alimentarios para inclinar la balanzahacia una alimentación más saludable, menos perjudicialpara el medioambiente y accesible para todos y todas, constituye a día de hoy uno de los principales desafíos sociales. En los últimos años, se ha tratado de informar, sensibilizar y educar para ayudar a las personas a elegir mejores alimentos para su salud y para el medioambiente. Sin embargo, los hábitos alimentarios no dependen únicamente de las situaciones socioeconómicas, los conocimientos y las intenciones de los individuos. También se ven condicionados por su paisaje alimentario (Vonthron et al., 2020). Este se define como el conjunto de los comercios, mercados y otros puntos de venta de productos de alimentación que se encuentran cerca del domicilio y, con carácter más general, en los espacios de vida cotidiana, en los que se incluyen los espacios cercanos al domicilio, a los principales lugares en los que se desarrollan actividades profesionales y no profesionales, y los trayectos que se realizan entre ellos. La literatura internacional se está interesando cada vez más por las relaciones entre paisajes alimentarios, hábitos alimentarios y salud (Sacks et al., 2019). En Francia, existen pocos estudios sobre los vínculos entre el paisaje alimentario y los hábitos alimentarios o el peso (Casey et al., 2012 ; Drewnowski et al., 2014 ; Caillavet et al., 2015). Además, dichos estudios se limitan a una parte del paisaje alimentario y los puntos de venta que lo componen : los supermercados, las tiendas de alimentación y las panaderías. No analizan otros tipos de puntos de venta como las fruterías, otros comercios especializados, los mercados al aire libre, el comercio electrónico y los circuitos cortos, a pesar de que los consumidores recurren a ellos cada vez más.
Algo más de la mitad de la población mundial se concentra en áreas urbanas. La proporción será de dos tercios en 2050. Las ciudades, donde apenas se producen alimentos, concentran y agudizan los problemas de sostenibilidad ligados a la alimentación, y a la vez son lugar en el que afloran las innovaciones en pos de sistemas alimentarios más sostenibles.
A pesar de ello, estas soluciones en potencia se ven enfrentadas a obstáculos considerables. Debido a la concentración de las necesidades en las ciudades, las innovaciones cuyo objetivo es apoyar la transición hacia modelos más sostenibles no pueden pasar por alto la cuestión de su cambio de escala. Nuestra propuesta en este sentido consiste en plantear este desafío partiendo de la noción de inclusión social. ¿Qué entendemos por “inclusión social” y qué formas puede adoptar ? ¿Cómo se articulan los objetivos de inclusión social con las estrategias de cambio de escala ? Para responder a estas preguntas, presentamos dos ejemplos de innovaciones que se están estudiando en el marco de proyecto URBAL : el supermercado cooperativo La Cagette y el programa municipal de mejora de la restauración escolar “Ma cantine autrement” (MCA), ambos en Montpellier.
La inclusión como necesidad
Bouchard et al., (2015) conciben la innovación social como una “intervención iniciada por actores sociales para responder a una aspiración, satisfacer una necesidad, aportar una solución o aprovechar una oportunidad de acción con el fin de modificar relaciones sociales, transformar un marco de acción o proponer nuevas orientaciones.
Con más del 70% de la población europea viviendo en ciudades, resulta urgente promover un desarrollo urbano sostenible que garantice la salud y la inclusión de las comunidades, la protección del medioambiente y el desarrollo económico. Los espacios verdes urbanos ya son considerados elementos indispensables en el diseño de ciudades sostenibles. Los beneficios que ofrecen son múltiples, tanto para la salud como a nivel social y medioambiental, especialmente para las poblaciones más vulnerables (Oficina Regional para Europa de la OMS, 2016). Una de las formas que pueden adoptar estos espacios verdes son los huertos compartidos. Se trata de parcelas individuales y/o colectivas cultivadas y gestionadas por los vecinos de un barrio. Estos huertos se promueven a través de políticas locales o programas de renovación urbana. Responden a un objetivo social y cultural principalmente, además de facilitar el acceso a productos frescos, de buena calidad nutricional y de temporada. Y también se enmarcan en la búsqueda de sistemas alimentarios más sostenibles.
Según la literatura, los huertos compartidos aportarían numerosos beneficios para la salud de las personas que los frecuentan. Más concretamente, favorecen el consumo de frutas y verduras y la actividad física, además del bienestar mental y el vínculo social (Alaimo et al., 2016). Sin embargo, los estudios realizados hasta la fecha son en su mayoría cualitativos y/o se basan en experiencias personales. Estos estudios son, además, “transversales”, es decir, que el análisis de los hortelanos corresponde a un momento determinado y en algunos casos se realiza estableciendo una comparación con otros individuos de control en el mismo momento.
En Francia, entre los meses de julio y noviembre de 2017, se llevó a cabo una consulta pública en torno al tema de la alimentación : los Estados Generales de la Alimentación (EGA). De las diez grandes cuestiones abordadas, una de ellas versaba sobre la precariedad alimentaria. Para el debate se recurrió a dos mecanismos diferentes : por un lado, un taller que reunió a sesenta actores (ONG, cargos electos, actores económicos, operadores públicos, actores sociales y expertos) y, por otro lado, una consulta ciudadana por Internet : “¿Cómo favorecer que un mayor número de ciudadanos tenga acceso a una alimentación suficiente y saludable ?”. El taller (n.º 12) tenía por título “Luchar contra la inseguridad alimentaria, garantizar el acceso a una alimentación suficiente y de calidad en Francia y en el mundo”. Dicho taller se reunió en cuatro ocasiones, y una de las sesiones se dedicó exclusivamente a la inseguridad alimentaria en el mundo. Este artículo contextualiza los debates del taller n.º 12 en los que participaron los autores y propone un análisis de los intercambios y las perspectivas que allí se desarrollaron.
La ayuda alimentaria domina el sector de la solidaridad alimentaria
El modo de gestionar la precariedad alimentaria en Francia en la actualidad procede de una larga tradición : se basa en una representación de la precariedad alimentaria prácticamente limitada a la precariedad alimentaria de los “vagabundos”, hombres desocializados de su núcleo familiar, que no saben cocinar, sin casa y, por consiguiente, sin posibilidad de autonomía alimentaria. Para ayudar a estos hombres, se les daban platos preparados, sopas, platos calientes. Así, la estructuración del dispositivo de ayuda alimentaria se basa en esta representación de la precariedad alimentaria a partir de la figura del hombre “sin techo”.
La investigación en materia de economía y sociología rural agrupa bajo el paraguas de las “redes agroalimentarias alternativas” y los “sistemas alimentarios alternativos” toda una serie de iniciativas tan diversas como el comercio justo, la agricultura ecológica, los circuitos cortos y de proximidad o los productos locales. Pero, ¿por qué calificamos de “alternativos” estos procesos ? ¿Sigue siendo adecuado este adjetivo cuando se trata de iniciativas que implican a multinacionales del sector agroalimentario o a las principales marcas de la gran distribución ? ¿Es factible que estas iniciativas se desarrollen desde el punto de vista comercial y aumenten de escala manteniendo su carácter alternativo ? Y, para terminar, ¿qué criterios analíticos puede ofrecer el ámbito investigador para el estudio estos fenómenos ?
La cuestión de lo alternativo
Desde sus inicios, a finales de los años noventa, las investigaciones en materia de sistemas agrarios y alimentarios alternativos se han centrado en ese “carácter alternativo”. En un primer momento, se centraron en poner de manifiesto que estos procesos podían dar respuesta a una serie de injusticias del sistema alimentario dominante y sentar las bases de un nuevo modelo de desarrollo agrario y rural. Los trabajos que se fueron llevando a cabo buscaban principalmente identificar y analizar iniciativas minoritarias, para darles mayor difusión y reconocimiento, y para convertirlas en objeto de un estudio más exhaustivo. Los economistas y sociólogos expertos en ruralismo responsables de estas investigaciones adoptaron en aquel momento un posicionamiento a menudo militante, que aunaba la denuncia de las múltiples crisis que golpeaban al sistema agroalimentario dominante y la promoción de iniciativas alternativas.
El termómetro marca 30º C, tienes sed y se te hace la boca agua imaginándote bebiendo una limonada bien fresca. En la práctica, se están activando las mismas áreas del cerebro, tanto si la bebes como si imaginas que la bebes, o incluso cuando observas cómo lo hace otra persona. La simple evocación de una acción nos produce placer y satisfacción. Imaginar nos hace sentir y sentir nos hace creer. La investigación en el campo del marketing utiliza estos datos para comprender mejor nuestros comportamientos alimentarios y jugar con la capacidad que tiene nuestro cerebro para simular. Las conclusiones
indican que anticipar el placer sensorial asociado al acto de comer permite reducir las cantidades consumidas. Comer menos y dedicar más tiempo a comer también favorece el aumento del placer experimentado.
El marketing y la neurociencia nos dan las claves sobre los vínculos entre promesas, envoltorios y comportamientos alimentarios. Vínculos que desvelan un interés creciente por el placer como objeto de investigación en sí mismo. Y que, además, no debemos reducir a dimensiones exclusivamente sensoriales. La transformación de materias primas en productos alimentarios lleva asociada la obligación de responder a las necesidades biológicas, sociales, hedónicas y culturales del comensal. Pero, ¿cómo se hace esto ? ¿Cómo adaptarse a un contexto de elecciones alimentarias en las que el sabor prevalece por encima de la salud ?
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